martes, 5 de febrero de 2013

La Bacante (V)





¿Dónde está la hermosa Pieria, sede de las musas, augusta ladera del Olimpo?
Llévame allá, Bromio, Bromio, guíame, demonio Evio.
Allí las Gracias, allí el Deseo, allí tienen las bacantes que hacer sus orgías.
Las Bacantes. Eurípides


VII
La Bacante
.....Recién acababa de cumplir los dieciocho años, y ese detalle, aunque poco significativo quizá para él, no dejaba de tener significación para aquellos que lo querían. Las efemérides más resplandecen cuanto más se aleja uno del momento del fogonazo que las causó, cuanto más se van cargando de un significado acumulativo al que todos cuantos las celebran contribuyen con su particular llama votiva. Alejandro Delvaux, contra todo pronóstico, había llegado a cumplir los dieciocho años. Pocos lo hubieran augurado cuando nació. Por eso, el que hubiera llegado a esa edad era algo, no solo prodigioso, sino digno de ser debidamente celebrado: se contrató a una nueva, joven y hermosa enfermera, que estaría ya presente en el breve y privado acto onomástico organizado por los abuelos del muchacho, sus tutores, y en el que no faltaría la tarta con las preceptivas velas (que el celebrado no podría ni comer ni soplar; aunque eso era lo de menos).
Sofía Amantidis sustituía a la anterior cuidadora, una mujer ya madura que se había ocupado del paciente durante los últimos cuatro años, y a la que se le hacía ya muy costoso dedicar toda la atención que requería un pobre ser como aquel, permanentemente postrado en la cama, acomodado en una chaise-longue o sentado en silla de ruedas, sin capacidad no ya para moverse por sí mismo sino para realizar las tareas más simples, como comer, asearse o vestirse. Se presumía, eso sí, que conservaba ciertas facultades intelectivas, si bien muy reducidas, ya que los electroencefalogramas así lo constataban aunque no los mecanismos reflejos, ni las estimulaciones eléctricas. Entre estas precarias facultades se especulaba que podrían hallarse la de percibir en cierto modo el mundo alrededor, la de imaginar despierto o la de soñar dormido (especulaciones referentes al input, ya que el output era completamene nulo). Fuera de aquí, poco más se aventuraba. Por ello, por esa mínima y remota posibilidad de entender cuanto en el entorno sucedía, se había procurado siempre hacer más liviana y entretenida su existencia.

.....Un complicado parto de nalgas y una incomprensible e insuficiente asistencia tenían la culpa. Nueve de cada diez casos como éste hubieran corrido peor suerte: con la muerte de los dos, madre e hijo. A él -un caso entre diez- le tocó salvarse, pero pagando un alto precio: la falta de oxigeno y la tracción desesperada, aunque voluntariosa -quizá eso le salvó la vida-, le dejaron secuelas irreversibles, tanto en su mente como en su cuerpo. Peores consecuencias tuvo la sangría que sufrió la madre. En el mismo instante que se conseguía hacer respirar al amoratado bebé, la madre exhaló su último aliento. Alejados de la civilización, viviendo de forma sencilla y natural en su paraíso del Egeo, nada hubieran podido hacer. La idílica vida que llevaban en aquella pequeña comuna autogestionaria también tenía sus riesgos, y éste era uno de ellos. Eric Delvaux, el infortunado padre, perdió a su amada compañera y la motivación para seguir con aquella empresa. La búsqueda de sí mismo, que iniciara cinco años atrás, cuando decidió abandonar su vida aventurera para recluirse en la quietud y el sosiego de un artificial paraíso, se vio interrumpida abruptamente. Abandonó Naxos con su hijo, y puso rumbo al domicilio familiar, en Bruselas. Allí dejó al bebé, al cuidado de sus abuelos; él no se sentía con fuerzas para llevar esa carga. Después desapareció. La última vez que lo vieron fue en una chalupa río arriba, remontando el Congo y fundiéndose en la selva.

.....Los abuelos ingresaron al niño en una residencia. Allí se le trataría convenientemente. A lo largo de los años sufriría numerosas operaciones. Su cuerpo a duras penas resistía, pero lo hacía. Deforme y ausente, casi vegetal, crecía como esas plantas famélicas que uno nunca sabe cómo no se secan de una vez. A pesar del rostro diagonal y de la boca deformada, que hacían imposible cualquier relación con el concepto de armonía, su semblante, no obstante, desprendía una cierta nobleza más allá de las tortuosas formas. En cuanto al cuerpo, sus músculos en estado de atonía y su piel blanquísima hacían pensar más en un ser fantasmagórico que en un ser humano de carne y hueso. Varias cicatrices marcaban su espalda y las zonas donde los cartílagos de conjunción, en brazos y piernas, se negaban a adquirir la consistencia ósea: le habían hecho crecer a base de tecnología y dinero. Pero allí estaba.
A los catorce años, con su fisionomía ya relativamente estabilizada, los abuelos decidieron reabrir la residencia abandonada de Naxos. Allí estaría mejor. Bien cuidado, con clima y vistas inmejorables. Si algo sentía, si algo captaba del mundo, agradecería estar en un lugar así. Además su parte griega -la de la madre allí enterrada- quizá se sintiera como en casa. Viviría como un dios en su Olimpo, rodeado de tradición y espíritus intemporales, un dios acaso inconsciente pero... vivo.

.....La nueva enfermera, Sofía, era una una de esas mujeres que enfocan todo su esfuerzo y energías en hacer lo que creen que deben hacer. De hecho fue su irrefrenable sentido de la compasión lo que le llevó a hacerse enfermera. Aunque hubiese podido ser una excelente médico, quería entregarse directamente al paciente, consolarlo, darle lo que más necesita: cariño, ternura y consuelo. Conocimiento, sabiduría, inteligencia, discernimiento, eso lo puede tener mucha gente; compasión, no. Y ella poseía cantidades ingentes de compasión. Por eso cuando le llegó la oportunidad, cuando leyó la oferta, no lo dudó. Estudió el caso, los antecedentes, el informe médico y clínico, pero, sobre todo, conoció a los abuelos: dos seres adorables, cultos y refinados, que se preocupaban con tenacidad enternecedora por alguien desvalido que no les podía corresponder; que quizá ni fuese consciente de sus esfuerzos. Hizo las maletas y viajó con ellos hasta Atenas y de allí, en barco, hasta Naxos. Iban a celebrar el dieciocho cumpleaños de Alejandro, su paciente.

Salvo por la visita periódica de los repartidores y mandaderos que llevaban los víveres y mercancías frescas necesarias -en días alternos-, y el correo del que se encargaba un solícito cartero, en la casa sólo estaban habitualmente Sofía y Alejandro. Eso sí, disponían de canales de comunicación permanentemente abiertos: teléfono, telefax y emisora de radio de onda corta. Cualquier contingencia podía ser rápidamente transmitida. En último caso, un helicóptero siempre estaba dispuesto en la sede que la Compañía Import-Expor Delvaux Corporation tenía en Atenas. En poco más de veinte minutos se salvarían los ciento ochenta kilómetros que les separaban; nunca hizo falta.
Sofía, además de atender a Alejandro en sus más básicas necesidades (limpieza, alimentación y esas cosas), lo sacaba a la terraza cuando hacía buen tiempo, lo colocaba frente al lejano pero visible mar, y le leía libros de aventuras. Aventuras reales inmersas y registradas en la Historia, pero también de esas otras producto de la imaginación de los hombres, así como de un tercer tipo constituido por las leyendas y los mitos de los que no se sabe muy bien qué parte de realidad y qué de ficción contienen. De esta forma por boca de Sofía brotaron: la Odisea de Homero, la Teogonía de Hesíodo, la Anábasis de Alejandro de Arriano, las Vidas Paralelas de Plutarco, la Eneida de Virgilio, las Metamorfosis de Ovidio; pero también las obras de Poe, las de London, las de Conrad, incluso alguna de las espléndidas novelas psicológicas de Henri James, cuya elegante trama aventurera discurre principalmente en las mentes y circunstancias íntimas de los personajes. Arduo sería detallar aquí todas las lecturas que día a día fueron jalonando tantas horas por llenar. Sofía intuía que Alejandro la escuchaba, que la entendía, que gozaba esas aventuras, que, de algún modo, su mente, o lo que fuera que en él mantenía su débil llama vital (quizá un alma cruelmente inmovilizada en un cuerpo inane) era capaz de asimilar y recrear todas aquellas peripecias, hacerlas suyas. Tenía la esperanza, la compasiva enfermera, que la lucecita que aún creía ver latiendo en el fondo de los inexpresivos ojos de su joven paciente fuera como la señal de un receptor en modo de espera, mas con los canales abiertos, registrando información y procesándola. Incluso creyó ver alguna vez la sombra de una mueca en su rostro que parecía querer expresar una sonrisa. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero así lo captó, y, sobre todo, así lo sintió en su fuero interno (o lo quiso sentir).

.....Habrían transcurrido seis meses desde que Sofía se hiciera cargo de Alejandro, desde que comenzara su empeño por penetrar en la aparentemente muerta sensibilidad de su ser. No había día que nuestra heroína no amaneciera con la determinación expresa de llegar hasta el alma de aquel desdichado. Su compasión no tenía límites, ni testigos... más que él. Era ya verano; un espléndido, claro y caluroso día del verano mediterráneo. Sofía sentía el agobio del inmaculado uniforme, por más que la leve tela de fina hilatura de algodón egipcio apenas le acariciaba la piel. En parte por esa sensación agobiante, y en parte por una intuición que audaz, de pronto, le asaltó, resolvió desprenderse de la ropa y presentarse así ante Alejandro, mostrando sus rotundas y bien modeladas formas. ¿Qué podría perder con ello? ¿Qué de malo había en hacer de aquel apartado lugar un reducto de clásica y bucólica representación? Estaba convencida, pensó, que a él, un joven de dieciocho años, por muy incapacitado que estuviese, le produciría un placer su contemplación. Y quién sabe si algo más... El erotismo, aunque sea el surgido de la manera más natural, el inherente a la vivencia sin prejuicios de los cuerpos desnudos, es un poderoso estimulante. ¿Y si...?
Antes de mostrarse ante Alejandro, Sofía se miró en el espejo de su tocador. Aún no había cumplido los treinta y su cuerpo, si bien hacía tiempo que floreciera, se hallaba en pletórica sazón; poseía la hermosura ya totalmente fraguada en que los volúmenes, sin perder aún turgencia, adquieren su máxima expresión. Belleza clásica por antonomasia, bien pudiera pasar por una Targelia, una Aspasia, una Friné, una Campaspe o una Tais del siglo XX. Hetaira après la lettre, la despojada enfermera se sintió a gusto en su imaginario papel. Con todo, percibió un íntimo estremecimiento, un estremecimiento que no era físico, pero que conmovió también sus entrañas, algo parecido a la resonancia de un ambiguo eco: como una lejana salmodia que no alcanzaba a comprender, una emoción confusa imposible de definir, un cálido sentimiento que enardecía su piel erizándole el vello y sus rosados pezones. Llevada por una especie de trance hipnótico se dirigió a la soleada estancia donde Alejandro yacía en su chaise-longue, de cara a un horizonte donde la intensidad de un mar de zafiro parecía evaporarse en el intenso celeste del azur.

.....Pasó ante él para salir a la terraza. Aquel esplendoroso cuerpo desnudo se desplazaba de forma casi felina, muy femenina, con la elegancia de las divinas proporciones en dinámica conjunción con el más encantador de los estilos. Ante el tópico popular que arguye que la belleza está reñida con la inteligencia (adagio digno del más limitado de los cerebros), nadie ha osado nunca estudiar la relación existente entre la belleza sobrenatural y la inteligencia consciente de sí misma, es decir, sin atisbo de engreimiento ni vanagloria. Sofía reunía en sí las condiciones para desarrollar ese estudio. Tras asomarse a la baranda, aquella, ahora, ninfa transfigurada, se volvió y se quedó de frente mirando al joven. La expresión del rostro no le cambió. Permaneció así, de frente a él, durante unos minutos, mirándole fijamente a los ojos. Nada. Al fin se acercó, se sentó a su lado, acarició su lacio cabello, sus mejillas angulosas, su pecho hundido... Nada. Ninguna reacción. ¿Ninguna? ¡No! Sí hubo algo, algo imperceptible pero que ella, tan acostumbrada a observarlo, detectó: el pabilo que habitualmente lucía, débil, en el fondo de aquellos abismados ojos pareció latir, aumentar de intensidad, como esas llamas que parecen vivir de forma orgánica y autónoma en las mechas enceradas con artesanal industria. ¡Al fin! Estaba convencida, Sofía, de haberlo visto. Esto la animó para seguir su intuición. Aprovechando que el tiempo cálido lo permitía, comenzó a realizar todas sus funciones luciendo constantemente su hermosa anatomía. Lo aseaba, lo alimentaba, lo cubría -más que lo vestía- con la sábana a modo de clámide, lo leía, hasta comenzó a bailar ante él.


.....Aquel luminoso síntoma ocular, si cierto, apenas perceptible, un venturoso día cedió el testigo a un fenómeno más inequívoco. Transcurridos diez días desde el inicio del experimento, mientras Sofía bailaba al son de una melodía primigenia, ancestral, de origen -parece ser- jónico, apenas sostenida por flautas de pan y cítaras, ocurrió: primero fue como un simple latido, a ese latido siguió otro, y después otro, y otro... con cada latido aquel, hasta entonces, exánime apéndice, dio en crecer, dilatarse, estirarse... ¡Estaba teniendo una erección! Sofía, tras una inicial sorpresa, contemplando el prodigio que ante sus ojos tenía lugar continuó danzando de forma más sugerente y frenética; su danza se convirtió en una ofrenda de acción de gracias. Toda la deformidad y atonía de aquel cuerpo postrado parecían enmendarse y pujar en aquel mástil que se alzaba hacia un cielo que sin duda fluía desde el interior de Alejandro con toda la potencia acumulada de los años sin vivir. El cielo por fin se derramó en Vía Láctea sobre su vientre. Más parecía la nívea erupción de un soberbio volcán surgido de antárticas profundidades que el reflejo fisiológico de una simple polución. Sofía corrió a abrazarlo, a besarlo, a dedicarlo mil carantoñas y a abrumarlo con mil felicitaciones. A pesar de la intensidad del momento, Alejandro no experimento más cambio que el gozado por su miembro, ahora ya gradualmente vuelto a su lánguido ser. Con ello dejaba clara una circunstancia: todo él parecía muerto menos... su recién resucitado sexo. El hecho en sí no dejaba de ser excepcional: un ser que únicamente puede manifestarse al mundo a través de su sexo; bonita alegoría.

.....Sofía, como no podía ser de otra forma, puso en conocimiento de los abuelos del joven los hechos acaecidos. Cosa de la que casi llegó a arrepentirse, pues el pobre Alejandro inició un peregrinaje por clínicas, instituciones y universidades. Eso sí, sin resultado alguno. No volvería a tener más despertares. Su sexo permaneció como solía: inerte. Las otras constantes, como solía. Dos meses después, regresó a Naxos, a su casa. Con Sofía. Sus abuelos se resignaron, pero rogaron a la enfermera que siguiera haciéndose cargo de él. Al menos quizá ella pudiera proporcionarle el consuelo tan sorprendentemente acaecido una vez.
Nos acercamos al fin de la historia. Y como no puede ser menos, el colofón fue una digna guinda a tan fantástico pastel.


Epílogo
.....Decir que en Sofía naciera un sentimiento más allá de la compasión sería aventurar algo que sólo ella podría desvelar. Lo cierto es que esa compasión sí que, de forma palpable, tenía un componente emocional de atracción hacia un ser que debía poseer una intensísima vida interior (en alguna parte, ilocalizable por los medios tecnológicos disponibles) que compensara su ausencia aparente de la realidad. A eso se agarraba Sofía, en ello fiaba todos sus esfuerzos. Estaba poniendo a prueba, además, sus más íntimas creencias, y por ello su determinación no admitía vacilaciones. Decidió llegar al extremo: si volvía a tener respuesta por parte de Alejandro, intentaría sondear sus límites.
Retomó la vida que llevó antes de la revelación, ahora ya buscando un horizonte más preciso y meridano.
No necesitó más que un día de transición, de descanso ante tanto trasiego y fría manipulación. Al día siguiente de la vuelta a la desnuda y gozosa rutina del olímpico reducto, Alejandro volvió a reaccionar de idéntica manera. Así todos los días a partir de aquél. Parecía querer recuperar el tiempo perdido. Sofía decidió dar un paso más. Si no hubiese sido por un mero motivo accidental, posiblemente aquel joven sería ahora un hermoso efebo digno émulo de Adonis. La suya no era una enfermedad genética, sino un trágico avatar. No le costó mucho esfuerzo a la ninfa sobrevenida imaginar al efebo al que correspondería un miembro como aquél (en todo envidiable incluso para un príapo). Resolvió pasar de la estimulación visual a la física. Primero preparaba el ambiente con una lectura heroica, a veces, con contenido erótico latente (la literatura clásica está llena de ejemplos así), después daba paso a la música, a la sensualidad del baile, a la incitación de un alma que utiliza su cuerpo para acceder a otro alma enajenada. Por último se acercaba a él, lo acariciaba, y, por fin, lo cabalgaba como una delicada amazona. La llama de los ojos de Alejandro en aquellos momentos refulgía con fuerza proyectándose hacia Sofía y envolviéndola con un abrazo, quizá imaginario, pero no por ello menos ardiente. Su cuerpo seguiría derrotado, yaciente, exánime, pero su alma brillaba cada vez con mayor fuerza; su poderoso miembro, único y digno heraldo de tanta ansia contenida, ejercía de deleitable portavoz, de glorioso emisario portador de placer inagotable.

.....Una noche, coincidiendo con la época de la vendimia, Sofía preparó una representación especial. A semejanza de aquellos cultos mistéricos que en otro tiempo se celebraran en la cima de monte Zas (aquél en cuya ladera se encaramaba la casa en que moraban), llevaría a cabo una bacanalia privada. Invocaría a las servidoras de Dionisos, incluso al mismo dios, y realizaría un rito por mucho tiempo olvidado. Preparó todo cuidadosamente: antorchas como única iluminación (la magia del fuego), buen vino de resina (el hechizo de la libación), granadas como único alimento (la fuerza seminal de la tierra), y música de flauta (invocación a Eolo, el mensajero de las servidoras del dios). Intentar realizar un relato de lo que aconteció sería poco menos que vulgarizarlo. Sólo diré que el día siguiente, cuando Sofía despertó, cercano ya el mediodía, sabía que algo importante había ocurrido. Algo inefable, más allá de lo fantástico y más acá de lo real. Constató que Alejandro ya no respiraba. Su alma posiblemente aprovechó la ocasión para seguir a la comitiva que acudió a él, que llegó a por él para llevarlo a su mundo eterno.
Enterados los abuelos, lo aceptaron sin reservas. Alguien más puntilloso quizá hubiera acusado a la enfermera de eutanasia activa, es decir, de homicidio; pero ellos no. Ellos aceptaron lo que ella les transmitió de su relato (cuyos detalles evitó revelar). Al fin y al cabo, Alejandro había podido degustar parte de las mieles que la vida ofrece, después de haber apurado hasta la saciedad tanto de sus hieles.
Lo que nunca supieron aquellos adorables ancianos fue el secreto que se llevó consigo Sofía. Un secreto que germinaba en su vientre con la impronta del deseo de los dioses. Quién sabe: quizá en las entrañas de aquella bacante ocasional hubiera sido depositada la semilla portadora del alma de una ondina enamorada que renunciara a la inmortalidad por amor...

...

NOTA: Este relato, en el que se imbrican diversas perspectivas, en realidad hay que contemplarlo en sus dos únicas vertientes: al Séptimo y último capítulo, titulado La Bacante, y al Epílogo correspondería la fantástica realidad real; los seis anteriores no son, como más de uno ya habrá deducido, sino fantasías que el inerme Alejandro realizaría, en el inaccesible ámbito del alma, acerca de su vida -y a raíz de las lecturas que Sofía le dedicara-, es decir: una fantástica recreación, emanada hacia nosotros como una de esas radiaciones cuya longitud de onda pertenece al espectro de lo invisible, de lo que él hubiera querido vivir y, hasta un punto que no podemos ciertamente establecer, no pudo. 

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GALERÍA

Bacantes en la Escultura. 3
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Bacchante and infant Faun - Frederick William McMonnies (1893-94)
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Bacchante et l'Amour - Jean Léon Gerôme (1897)
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Bacchante - Pierre Le Faguays (1892-1935)
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Dancing Bacchante - Robert Le Lorrain
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Bacchante et Faune enfant - Robert Le Lorrain
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A. Marchal (1860)
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Bacchantes - Clodion
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Bacchantes dancing with three amorini - Clodion
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Bacchantes dancing with three amorini - Clodion
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Bacchante and Satyr - Clodion (after) 
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Nude Bacchante - Clodion
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Nude Bacchante - Clodion
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Bacchante aux Cymbales - Clodion (attributed) (1880)
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Pan and Bacchante - Dominique Alonzo (attributed) (Early 20th century)
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Pan and Bacchante (detail) - Dominique Alonzo (attributed) (Early 20th century)
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La Dance (Bacchante) - E. Barrias (1880)
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Bacchanalian Wine dance - Eugene Desiree Piron (1920)
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Bacchantes s'enlaçant - Auguste Rodin
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Bacchantes s'enlaçant - Auguste Rodin
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Bacchante (also know as Grapes) - Auguste Rodin (1874)
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La Bacchante - Albert-Ernst Carrière Belleuse (1860)
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Jean Baptiste Carpeaux (1827-75) 
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La Bacchante aux Roses - Jean Baptiste Carpeaux (1827-75)
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La Bacchante aux Roses - Baptiste Carpeaux (1827-75)
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Bacchante - Haddostone
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Bacchante - Auguste Cléssinger
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Bacchante - Prosper d'Epinay
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Bacchante - Prosper d'Epinay
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Fountain of Dancing Bacchantes - Prokopy Dzyuganov (1953)
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Bacchantes Dancing (Crystal) - René Lalique 









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Les Bacchantes - Sarreguemines céramique
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Satyr and Menade - Hieron (alfareo) / Macron (pintor) c 480 a. C. 
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